domingo, 25 de noviembre de 2012

Serenidad

El ocaso se manifestaba sobre un paisaje hostil, asediado y de abundante pestilencia, eran tiempos difíciles y el mañana era inconsistente, sobre la extraña avenida había un viejo camión que alguna vez llenó de alegría a miles de voces inocentes con tan solo dejar correr una pequeña melodía conocida universalmente. Ahora los conos de chocolate y fresa se perdían entre el óxido que devoraba velozmente aquel vehículo inerte, desvalijado y camuflado en carmines nauseabundos; una nausea tan común y peligrosa que no percibirla o respirarla demasiado sólo significaba un miedo constante, impredecible y terriblemente cotidiano. Al otro lado de la acera, un edificio en obra negra se perdía entre las penumbras que comenzaban a devorar la luz; en lo alto de esa vieja construcción yacía nuestro campamento, silencioso entre putrefacción, misterio y circunspección, en un silencio tan estrictamente necesario para la supervivencia diaria en esos tiempos tan dramáticos.
La sábana deshilachada que usaba el vigilante en turno dejó de ondearse y las pesadas puertas del camión de volteo por las que se accesaba al segundo piso de la obra se cerraron. Un pequeño sollozo de advertencia indicaba que una horda de nauseabundos y pútridos seres no tan humanos como alguna vez lo fueron se acercaba tan rápidamente como sus lánguidas extremidades se lo permitían. Los chapanecos, el conde y yo quedamos desprotegidos, nuestra única opción era refugiarnos en la vieja vidriería junto al taller mecánico justo frente del camión oxídados de los helados. La cortina de la vidriería no era del todo segura (carecía  de una gran sección que habíamos desoldado previamente para la escalera improvisada que daba a la azotea de nuestro edificio), y tuvimos que arrimar el mostrador de madera y cristal tan silenciosamente como nos fue posible, mientras aquellas criaturas comenzaban a aproximarse y subían a la parte trasera del camión de helados. Un stand más y nos internamos al lote repleto de llantas y cacharros oxidados, sólo nos quedaba esperar a que la apestosa multitud de criaturas pasaran de largo sin detectar nuestra presencia para no ser destripados en segundos. Cualquier ruido o depredador biológico que pudiera amenazarnos o advertir nuestra presencia en aquel lugar tenía que ser eliminado, los tiempos no estaban para conservar las especies y la nuestra había provocado la extinción de la vida como la habíamos conocido en los últimos siglos; la noche anterior una rehala de gatos comunes liderados por un lince ibérico sobreviviente de un zoológico cercano habían atacado el grupo en busca de alimento y uno de los chapanecos hundió su rambo sobre las gargantas de los felinos, cuyos cuerpos yacían entre esos carros oxidados que teníamos de frente y el aroma a carne fresca comenzó a atraer aquellos derrengados pero voraces primates sin pelo antes civilizados y miembros de una urbe ya inexistente y distante de aquel desolador paisaje, de aquel viejo taller mecánico que comenzaba a rodearse de delgados y hambrientos vestigios de humanidad.
Cómo si de un maldito videojuego de supervivencia se tratara, esa multitud atrajo a una enorme entidad amorfa y musculosa con enormes espolones al final de ambas extremidades que se aproximó con cautela mientras se habría paso a zarpazos entre aquella multitud de putrefacción que, aunque carentes de conciencia racional, se fueron apartando del paso de aquellas enormes garras. La entidad llego hasta la reja y junto con el Conde, subimos entre las chatarras con retazos de automóviles en las manos para impedir que la entidad pudiera penetrar. Un enorme salto mayor a los dos metros, le bastó para rebasar el límite de la reja, encontrándose con una puerta de volkswagen que el conde le arrojó con todas sus fuerzas sobre el toráx de la bestia y esta cayó de nuevo sobre la banqueta que rodeaba aquel taller, seguido por una lluvia de tabiques, llantas y piedras que no ayudaron de mucho para detener al ente que amenazaba con destazarnos en cuanto tuviera la oportunidad de sacudir aquellas poderosas extremidades sobre nuestros cuerpos. Mientras el poderoso ser se incorporaba de nuevo, los chapanecos arrojaron de la azotea de la vidriería una parrilla soldada con retazos de metal que seguramente había servido de estufa para los antigüos dueños del taller, y si había una parrilla, tenía que haber algún tanque de gas en las próximidades. Rafa, el chapaneco mayor lo encontró y arrojó de inmediato sobre la criatura, seguido de su encendedor zipo que tanto se esmeraba en mantener brillante. La flama alcanzó el tanque, pero su contenido solo logró arrojar al engendro  a un par de metros de distancia y zarandear una pila de chatarras que cayeron fuera del taller y destrozaron la delgada reja que nos separaba de la deforme entidad. 
Habíamos ganado un poco de tiempo, pero el campamento seguía muy lejos de nosotros para ir allí y exponer a los demás a una muerte inminente, teníamos que enfrentar por nuestra cuenta a aquel andrajo o sucumbir en el intento sin arriesgar a los nuestros, era la ley que en conjunto habíamos acordado desde el inicio de esa guerra absurda contra un mundo de criaturas lánguidas antes humanas que amenazaban con destripar a los pocos que quedaban de nuestra especie. Tal cuál se tratase de una película hollywoodense, nadie sabía cómo había iniciado esa pesadilla, una histeria colectiva invadió las calles y el planeta se sumergió en el caos; no se necesitaba de mucha imaginación para saber lo que pasó después, miles murieron y unos cuantos más seguíamos resistiendo escondidos en aquel edificio en obra negra a 200 metros del taller mecánico dónde tratábamos desesperádamente de pensar en algo antes de que ese ser se levantara furioso para degollarnos.
En la cobacha que hacía contra-barda con el local de la vidriería, había un montículo de cadenas no tan eficientes para frenar a la enorme y poderosa criatura que seguía desorientada por la explosión a no más de 6 metros de nosotros; su sangre, además de ser altamente cáustica, convertía en nefastas mutaciones a los pocos seres que sobrevivían a esas enormes garras repletas de gelatinosas estructuras musculares que volaban por el aire cada vez que sacudía sus violentamente sus brazos. Vimos esos restos de carne gelatinosa sobre el piso y uno de los chapanecos volteó hacía los cadáveres inertes de los felinos que teníamos a un costado, lo pensé y me pareció un suicidio, pero por cuenta propia no podríamos sobrevivir a esos potentes espolones que entre espasmos comenzaban a moverse nuevamente. Tomámos los restos con la punta de los rambos y apuñalamos nuevamente a los felinos; en segundos comenzaron a convulsionarse y de lo más profundo de sus gargantas estallaron lastimosos alaridos y que se fueron convirtiendo en poderosos rugidos estridentes que retumbaron en la inmensa oscuridad. Los gatos domésticos tomaron una fatídica y abominable apariencia, se transformaron en poderosas bestías de unos 130 kilogramos y que rebasaban el 1.20 de altura, mientras que el lince ibérico mutó en un dantesco depredador que enfocó su vista de inmediato en la otra entidad que para entonces ya estaba de pie buscándonos y contemplaba la escena mientras los chapanecos, el conde y yo nos refugíabamos bajo un montón de llantas en una esquina del viejo taller mecánico. Los 3 gatos fueron los primeros en atacar a la criatura de espolones, uno de ellos cayó partido por la mitad de inmediato mientras uno se aferró de su brazo y el otro lo abordó por la espalda; era una espectáculo impresionante, la mezcla de alaridos e inarmónicos rugidos era ensordecedora, mientras los vehículos oxidados de aquel viejo taller mecánico se salpicaban de sangre carmín y terminaban de desvalijarse entre los zarpazos perdidos de las furiosas e insaciables bestias. Una más cayó con las vísceras expuestas junto al camión de helados que se mantenía intacto y el felino restante fue degollado por el poderoso lince que se incorporaba a la pelea; la criatura de los espolones rugió con furia y se lanzó con las brazos preparados para enfrentar al gigantesco y enérgico depredador  que se lanzaba al frente para destrozar a su atacante. El taller quedó hecho trizas, los retazos de chatarras regados por toda la calle y nuestra posición descubierta, era momento de salir de ahí y dejar que las bestías continuaran descuartizándose entre sí. Corrimos al fondo del taller, dónde había un lavadero de concreto que permitía saltar una pequeña barda hacía un callejón que nos permitiría salir del campo visual de las criaturas y buscar la sombra para ocultarnos, el conde fue primero para despejar el camino, algunos entes lánguidos habían quedado atrapados en el callejón, le siguieron los chapanecos  y mientras subía el lavadero, una mirada penetrante me atravesó, voltée y el poderoso felino masticaba un brazo de la criatura de espolones que para entonces estaba descuartizada bajo las garras del lince. Salté la barda y seguimos corriendo sin rumbo, la bestia derrumbó la barda como si de unicel se tratará, tabiques y cemento volaron por doquier y de una enorme cortina de humo emergieron dos ojos carmesí que se fijaron sobre mi, una helada secreción de sudor escurrió por mi sien y comencé a correr tanto como mis piernas me lo permitían, con el enorme lince trás de mí, un salto más y la enorme criatura caería hambrienta sobre mí, podía sentir su aliento sobre mi nuca, era cuestión de segundos para quedar reducido a nada, estaba a punto de ceder cuándo una sensación ardiente me rosó en la misma sien por la que segundos antes escurría mis gélidas transpiraciones; el rugido de la bestia se apagó y el enorme depredador cayó a un costado mío con una humeante abertura en medio de los ojos. Caí de rodillas exhausto tratando de recuperar el aliento mientras mi visión comenzaba a nublarse entre las penumbras de esa exasperante noche, a lo lejos se acercaba una unidad de mercenarios que gritaban algo que no pude escuchar bien debido a una guitarra que conocía bien. La música siguió sonando mientras la oscuridad  aumentaba cada vez más, solo se escuchaba una guitarra y podía sentir un patrón de vibraciones muy cerca de mi, abrí los ojos y dejé que la música de mi celular siguiera sonando, recordaba la rola, era Serenity de Arena y el reloj marcaba las 5:30 am.
Sólo había sido un sueño, comenzaba el día y tenía que empezar otra semana más con la rutina diaria, sin embargo, el arañazo que traía en la nuca era real.



Eddie Hernández.

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